CAPÍTULO I
Raras veces mi amigo el señor Shock Gómez se apartaba del espejo donde contemplaba, con cierta complacencia, su alta y enjuta figura, como si se tratase del mismo arbiter elegantiarum en persona.
A mi ver, esto no era sino una manifestación más de ese aspecto presuntuoso de su personalidad.
-No, doctor, no es vanidad -dijo a modo de comentario y volviéndose hacia mí.
-¿Pero, Gómez, cómo lo dedujo usted? -no pude menos que balbucir.
Él se rió por lo bajo de mi perplejidad.
-¿Cuántas veces le tengo dicho que yo no deduzco nunca? Deducir es una costumbre desagradable que siempre termina produciéndome dolores de cabeza; antes bien, prefiero adivinar.
-¿De modo que usted lo adivinó?
-Desde luego.
-Pero, ¿cómo diablos…?
-¡Su reflejo, doctor, su reflejo! -y al ver que yo seguía con expresión idiota, continuó:
-Pues verá: usted estaba mirándome, con las comisuras de su boca visiblemente acentuadas. Esto me dio pie para mi adivinación de que interiormente usted se estaba divirtiendo a mi costa, quizás diciéndose algo como: ¡pero mírenlo al hermoso Brummell!
-¡Ejem!… ¡Caramba, Gómez!
-Así llegué a la conclusión de que terminaría achacándolo todo a mi tamaña vanidad.
Procedió entonces a sentarse en su sillón favorito y, después de juntar las yemas con las claras, dijo:
-Cuando se consideran todas las posibilidades y se elige la menos probable, ésta tiene que ser la verdad, aunque sea de chiripa.
Asentí varias veces con la cabeza.
-Como lo dice usted, parece elemental.
-Elemental no, mi querido amigo. Nadería nomás, nadería.
Me puse de pie y estaba ya por rendirle el más cálido de los aplausos cuando el ruido de unos jadeos en la escalera de mano nos auguró visitas.
Shock Gómez se levantó de su sillón y frotando sus largas y nerviosas manos, dijo:
-Creo que nuestra visitante llega a tiempo. Ve, doctor, por qué me miraba tanto al espejo. Es una dama y usted sabe perfectamente cómo me vuelven loquito las mujeres.
Ya tenía yo la boca abierta para decirle algo cuando golpearon a la puerta y, como ésta no dijo ni ay, fui a abrirla.
El rostro de mi amigo se puso pálido.
La dama en cuestión era una mujer anciana y llena de arrugas que entró renqueando a nuestras habitaciones.
-Deseo hablar con el señor Shock Gómez, por favor.
Nos miraba tan pronto al uno como al otro, dudando a cuál de los dos debía dirigirse.
-¿Para qué? -le dijo fríamente Gómez.
Resultaba demasiado obvio que su tan esperada Bella Durmiente no era otra que la abuela comestible de Caperucita Roja.
-Quisiera que me diese su ayuda con relación a un asunto de vital importancia.
-Señora, en estos momentos uno de los menos conocidos hommes de lettres de la República podría ser acusado de parodiar a un célebre personaje de Donan Coyle, y sólo yo estoy en condiciones de abortar el desastre que traería aparejado un escándalo semejante. En consecuencia, le aconsejo que busque usted a otro especialista. Recurra, por ejemplo, al señor Sansón Poroto. Tengo entendido que se halla de incógnito en esta ciudad.
-Sí, lo sé; fui a verlo al Hotel Palacete donde se hospeda y me dijo que sus células grises pronostican probables precipitaciones durante los próximos días, con poco cambio de la temperatura.
-Entonces vea al caballero Pudin.
-Imposible, señor Gómez. El caballero en cuestión se ha encerrado en su cuarto, encontrándose de lleno en la búsqueda de una carta devuelta. Ha movido cielorraso y parquet, pero hasta que no dé con ella dudo mucho que pueda atenderme.
-¡Válgame Dios! -exclamó mi amigo levantando sus manos hacia el techo, movimiento que aprovechó para ajustar un poco más la bombilla eléctrica de 100 W que nos alumbraba de noche.
-Está bien, señora, tome asiento mientras preparo mi pipa de ombú.
Dicho y hecho nos dispusimos a escuchar a la veterana.
CAPÍTULO II
Squire Farquarson había desaparecido.
Bautizado Julius M. Farquarson y conocido entre sus allegados como el “Viejo Farqua”, este hombre era, según nuestro querido Album de Figuritas Repetidas, una de las pocas eminencias que todavía sobrevivían al paso del tiempo.
Doctor en Leyes, miembro de la Real Sociedad de Ex Marinos, miembro de número de Los Antiguos y reconocido satisfactoriamente no sólo por sus familiares sino también por diversas instituciones filantrópicas, educativas y políticas, tanto dentro de la República como en el extranjero, era, a la sazón y contando con sus buenos sesenta y cinco años, el socio más joven de la Compañía Naviera Morgan & Farquarson, a cuadras del Río Yuelo.
Durante muchos años y como todas las noches lo venía haciendo, el “Viejo Farqua” cerró la puerta de ingreso a las oficinas de la Compañía y, después de haberle dado dos vueltas de llave, comenzó a emprender la caminata que todavía a su edad gustaba realizar y que no era sino otra cosa que el regreso al hogar, dulce hogar, donde seguramente hallaría levantada y esperándolo a la señora Farquarson, nacida Pérez.
Sin embargo, la señora del “Viejo Farqua” esa noche esperó en vano.
De más está decir que ante el retraso de su esposo, comenzó a preocuparse seriamente.
Primero conjeturó que los negocios aún lo retenían, pero en ese caso su marido jamás habría dejado de comunicárselo por teléfono.
Decidió llamar ella, pero no hubo contestación.
Un poco más afligida, optó por salir a la calle.
No la amilanaba tanto el hecho de caminar unas cuantas cuadras como el de ir sola; pero, para alegría suya, en la esquina todavía rondaba el joven agente Marlogüe.
En pocas palabras le contó lo que sucedía y el joven agente resolvió acompañarla en su camino a la Compañía.
Después de dejar atrás unas cuadras, el corazón de la señora comenzó a palpitar con cierta prisa.
Solamente quedaba por cruzar Senderito, el famoso paseo turístico de Agathaura, para llegar al edificio donde las oficinas estaban ubicadas.
La señora avanzó con la cabeza gacha.
No le agradaba pasar por ese lugar y menos de noche. Había locales donde vendían recuerdos, otros donde se ofrecían cuadros y también algunos talleres artísticos.
Cuando pasó por delante del taller de maese Cid le agradeció a la buena fortuna que se encontrara cerrado. De hecho, ningún local estaba abierto, pero una vez que tuvo oportunidad de ver las esculturas expuestas por maese Cid no pudo menos que sentirse azorada ante lo que le parecía un arte repugnante, pues las figuras eran de por sí harto grotescas, por no decir terroríficas.
Finalmente salieron de Senderito, para felicidad de la señora Farquarson, y se apersonaron ante el inmueble de la Compañía Naviera.
No había ninguna luz interior encendida que diera a entender que hubiera alguien y, al pulsar varias veces el timbre, nadie acudió a abrirles.
La señora Farquarson dirigió una mirada de socorro al joven Marlogüe y acto seguido se desplomó.
CAPÍTULO III
Éste fue el relato que nos hizo la veterana, a la sazón señora Farquarson, nacida Pérez.
Shock Gómez, como siempre, se había hecho un ovillo en su sillón, permaneciendo con los ojos cerrados y la pipa de ombú señalando el exterior, igual que el pico de algún desconocido pajarraco.
Cualquiera que no estuviera familiarizado con este hábito suyo pensaría seguramente que mi amigo estaba dormido.
Yo sabía que sí lo estaba.
–¡Ejem!…¡Gómez! –dije lo más disimuladamente que pude.
Shock Gómez no pudo evitar dar un respingo. Cuando finalmente pudo entender, me dijo:
–Doctor, la próxima vez que me aplique un somnífero en disolución inyectable, por favor, que sea en un porcentaje menor, porque acabo durmiéndome a cada rato.
Luego, dirigiéndose a la señora Farquarson, comentó:
–Es indudable que su esposo ha desaparecido. Ahora, dígame: ¿qué quiere de mí exactamente?
–¡Que lo encuentre, pues!
–Pero…¡la Policía!
–La Policía hace todo lo posible, señor Gómez, pero el mismo inspector Letrae me asegura que vería con buenos ojos algo de ayuda extra.
–Ya ve, doctor, cómo el bueno de Letrae aconseja a la montaña que vaya a Mahoma.
–No mencioné ninguna montaña, señor Gómez –hizo notar la señora del “Viejo Farqua”.
–No le dé importancia –le dijo mi amigo, riéndose–. Sin embargo, me imagino que han hecho las averiguaciones pertinentes y, si Letrae le dijo eso, es seguro que no han dado todavía con nada positivo. ¡Ejem!…Bien, bien.
Se frotó alegremente las manos.
Acto seguido se levantó de su sillón y empezó a caminar por la estancia, con la cabeza apoyada sobre el pecho y las manos entrecruzadas por detrás.
Finalmente dijo:
–Bueno, mi querida señora Farquarson, veré lo que hago.
–Oh, gracias, señor Gómez.
La anciana señora se incorporó y antes que se abalanzara sobre mi amigo, éste le abrió la puerta, como dando a entender que la visita había concluido.
Y la visitante, entonces, siguió de largo y salió:
Apenas la puerta se cerró tras ella, Gómez exclamó:
–¡Pronto, doctor, mi bombo!
Cuando le hube pasado su instrumento de reflexión, decidí dejarlo solo y bajé a la calle.
Una vez más los vecinos se quejarían, pero yo era el único que sabía cuán efectivos eran los tapones de algodón para el oído.
CAPÍTULO IV
Cuando regresé, no sólo encontré a Shock Gómez aún tocando el bombo, sino que también vi al bueno del inspector Letrae acompañándolo.
Por cierto, tocaba muy bien la quena.
Al verme, Gómez dejó de golpear el parche y con el codo advirtió al oficial de mi presencia.
–¡Oh…ah! Buenas, doctor –saludóme Letrae.
–Buenas, inspector –respondí–. ¿De visita o asunto oficial?
–Lamentablemente, ambas cosas –reconoció.
–Pero antes, guardaremos los instrumentos, mi querido Letrae –dijo Gómez.
A continuación llevó la quena y el bombo a la habitación donde guardaba sus disfraces, la utilería y otras hierbas, elementos todos con que contaba para desarrollar un arte que, según sus propias palabras, llegaría a convertirse con el tiempo en una ciencia misma.
Conociéndolo como lo conocía y sabiendo que mi amigo era un verdadero genio, jamás me atreví a preguntarle de qué hablaba exactamente, pues, o bien se refería a nuestro folclore nacional, al Carnaval o bien al curanderismo con sus tés de yuyitos.
Una vez vuelto, Shock Gómez se acomodó nuevamente en su sillón predilecto, frente a nosotros.
–Bien, Letrae, ¿qué le trae por aquí? –preguntó.
–Verá, Gómez, necesito su ayuda.
–Bueno, bueno…
–¡Se me ha perdido un niño!
–Malo, malo…
–¿Cómo dice usted?
–Digo que eso habla mal de usted como padre. Debiera tener más cuidado y fijarse dónde deja sus niños. A propósito, ¿cuántos ya lleva en su haber?
–Oh, son diez mis lauchitas, como los llamo… pero, Gómez, no me refería a ellos, sino a otro.
–¿Otro? ¿Y la señora Letrae está al tanto de ello?
–¡Basta ya, Gómez! Esto es intolerable.
El inspector se levantó y señalando el exterior, dijo:
–Afuera hay alguien que está haciendo desaparecer gente, vengo a solicitarle humildemente su ayuda y usted lo más campante no hace otra cosa que burlarse de mí.
–Sí, Letrae, tiene razón. Hablemos claro y tomemos al toro por las astas.
–Exacto –dije–. Basta ya de toros y cañas.
–Astas, doctor, dije astas –observó Gómez.
–Señores –terció Letrae–. Sea como fuere, pero mis superiores me han echado el toro en este asunto diciéndome que no puede ser, que cómo va a haber desaparecidos así como así y que ya es hora de que deje de pasarme los días viendo los toros desde la barrera.
–No se preocupe, Kimo Sabi, yo lo ayudaré.
–Oh, Gómez, muchas gracias.
El inspector volvió a tomar asiento, ya más relajado.
–Primero fue anoche con la desaparición de Farquarson y ahora un niño de siete años llamado Ernesto. No sé, Gómez, qué pensar. Rastrillamos toda la zona del Río Yuelo y hasta miramos en él, pero nada, cualquier moneda que se arroje a su lecho sería visible; no por nada es el río más limpio de la República.
–Por cierto, un cadáver o varios no dejarían de llamar la atención, Letrae, pero siga, por favor.
–No le encuentro ni pies ni cabeza, Gómez. Se trata del caso más enmarañado que me ha tocado manejar. Primero, no doy con un móvil. Por más que yo indago, no veo por ninguna parte razón alguna para que nadie pudiera querer mal a squire Farquarson. Segundo, conseguimos una orden de allanamiento para los edificios linderos. Revisamos cada mueble y paredes de cada inmueble; tanteamos los pisos y escudriñamos cada rincón en busca de pasadizos o paneles secretos, pero así y todo, nada. Llegamos incluso a preguntar a los capitanes cuyos barcos están ahora anclados, pero juran y perjuran que nadie subió a bordo o que fuera lo bastante sospechoso para pensar en polizones. Realmente, Gómez, hemos hecho un trabajo por demás meticuloso. No hubo local en Senderito que pasáramos por alto ni bar cuyo mostrador no diésemos vuelta. Sin embargo, el resultado obtenido no es el esperado y, para colmo, si sigue desapareciendo gente tendré que desaparecer también, si entienden a lo que me refiero.
–No se abata usted tan pronto, Letrae. Esté seguro que ha obrado bien y nadie puede echarle en cara que no ha hecho todo lo posible, oficialmente hablando, claro está; no obstante y según mi costumbre, he de rever pormenorizadamente cada cosa y, si el tiempo lo permite, me daré una vuelta por Senderito y el Río Yuelo.
–Perfectamente, Gómez –dijo el inspector a la vez que se incorporaba.
Tendió luego su mano a mi amigo y después de haber sido saludado, fue hacia la puerta, la abrió y salió.
En verdad que me daba pena el hombre.
–A mí también, doctor –dijo Gómez.
CAPÍTULO V
Sentados a una mesa del Forbante Ship´s Bar se encontraban el pintor Brochín, maese Cid, Iván Ivienen, el fotógrafo y el mimo Nisí Ninó.
Salvo el último, los tres primeros eran personajes propios del lugar, intrínsecos al paseo Senderito.
Brochín era el pintor de los paisajes que representaban al Río Yuelo a distintas horas del día, ya soleado o bajo lluvia o bien en las variantes que ofrecían las cuatro estaciones del año. También era un prestigioso retratista, pero era sabido que su verdadera pasión lo constituía el Río Yuelo, con sus aguas tan límpidas y los barcos anclados en él.
Maese Cid era el escultor. Su taller se hallaba en Senderito mismo y era común ver sus estatuas expuestas a un costado de la puerta de ingreso. Su arte, que él mismo consideraba universal, adolecía de un aire poco atractivo, si se quiere. La estética, elemento primordial y regente en cualquier disciplina artística, brillaba plenamente por su ausencia, aunque bien pudiera ser que la fealdad de la que estaban provistas sus figuras fuese algo adrede, calculado, porque era cierto que maese Cid, cuando se lo proponía, resultaba ser todo un verdadero genio. Sin embargo, las obras que demostraban su genialidad permanecían en el sótano de su taller, como si fuesen bastardas o sintiera pudor, cosa posible otrosí.
Iván Ivienen era el fotógrafo de los turistas. Cualquiera que quisiera fotografiarse junto a un barco, a una estatua o quisiera llevarse un recuerdo de las aguas limpias del Río Yuelo podía contar con sus servicios.
No importaba que algunos vinieran munidos de su propia máquina fotográfica, él siempre encontraba la manera de cumplir con su objetivo, sin importarle la exigua paga que obtenía en ello.
Nisí Ninó pertenecía a un grupo de artistas ambulantes. Cada vez que actuaba en Agathaura se hacía un pequeño escape hasta el bar donde se encontraba con sus amigos para compartir con ellos un grato momento.
Podía descubrírselo fácilmente, pues se presentaba con la cara maquillada y hacía los gestos típicos de los mimos. Sus amigos no recordaban haber oído alguna vez su voz, pero daba gracia verlo gesticular cuando solicitaba alguna cosa al dueño del establecimiento.
Ahora los amigos se hallaban comentando los últimos hechos acaecidos, amén de los frutos que obtenía cada uno en su razón de vida.
Los desaparecidos los tenía desorientados. Alguna que otra vez alguno trató al “Viejo Farqua”, directa o indirectamente.
En cuanto al niño llamado Ernesto no podían recordar sus rasgos con exactitud, pues eran muchos los chiquillos que pululaban en las cercanías y especialmente por Senderito.
–La Policía está desorientada –decía en ese momento Brochín–; sin embargo, tarde o temprano resolverán estas misteriosas desapariciones.
–Ojalá –expresó Iván Ivienen–. Realmente espero que no tengamos por aquí a uno de esos maníacos seriales que tanto abundan en los thrillers extranjeros.
–Por favor, amigo mío –intervino maese Cid–, no sea alarmista, quiere.
–¿Que no sea alarmista, dice? Bueno, pero si el día de mañana a alguno de nosotros, pongo por caso y Dios no lo permita, no se le ve más el pelo, entonces veremos dónde para eso de alarmista.
Brochín acotó:
–A mí no se me vería más el pelo únicamente si del cielo me cayera una bolsa conteniendo el suficiente dinero como para viajar y conocer las obras universales que nos legaron los grandes maestros.
–Estoy de acuerdo –dijo maese Cid.
–Por favor, caballeros –terció Ivienen–. El dinero no lo es todo. A veces pienso que más que una solución, en la mayoría de los casos representa una carga.
–Por lo menos sería una carga más que agradable –expresó Brochín y todos rieron, incluso el mimo Nisí Ninó, aunque su boca abierta a pleno y el palmoteo de sus manos no emitieran sonido alguno.
CAPÍTULO VI
Maese Cid estudió detenidamente a su visitante y luego dijo:
–Vamos, hombre, debiera usted dejarme hacer una estatua suya o siquiera un busto. Imagínese, ¡nada menos que el célebre Shock Gómez, detective consultor!
El aludido gorgoriteó por lo bajo.
–Por favor, maese –dijo–. Un escultor como usted está para otras cosas, no para perpetuar la figura de un simple personaje como yo. Vea, por ejemplo, esas estatuas que estoy viendo allí. Me agradan sobremanera y, aunque no sea exactamente un especialista en arte, reconozco en ellas un toque bien definido, maestro diría yo.
Los ojos del escultor brillaron intensamente ante el elogio de su interlocutor.
–¿Verdad que reconoce el genio?
–En efecto.
–¿Le agradaría ver otras obras mías, entonces?
Shock Gómez le dijo que nada le gustaría más.
Maese Cid lo condujo a una habitación contigua. Era bastante amplia y había figuras de todo tamaño y forma.
Mientras el artista le hacía breves comentarios al pasar por delante de algunas obras, Gómez se detuvo un momento.
–Vaya, maese, veo que es un auténtico virtuoso de la reproducción.
–Así es, pero sólo condesciendo a ello cuando es a petición de algún interesado.
–¿Ah, sí?
–Ajá. Vea, por ejemplo, este duplicado “Víctor de Pol”.
Shock Gómez observó la escultura que representaba a un ex mandatario y que había sido inmortalizado como el Primer Educador. Se hallaba sentado, con un niño a un lado y un perro del otro. El niño venía a ser un alumno y el perro encarnaba la ferviente defensa que de los animales hizo en vida, amén de haber creado el Jardín Zoológico local.
–¡Magnífico! –exclamó Gómez.
–Todavía falta retocarla y hacerle el pulido final. Es un pedido muy especial que me hicieron y espero obtener bastante dinero como para poder exponer en un centro de artes importante, como el de Floresburgo, por ejemplo.
–Ojalá tenga suerte –dijo amablemente Shock Gómez, antes de echarle un vistazo a su reloj de pulsera.
–Disculpe, maese Cid, pero lamentablemente debo irme.
–No se preocupe. Sólo le ruego encarecidamente que reconsidere lo que le dije sobre su estatua.
–Lo pensaré, maese, lo pensaré. Adiós.
–Adiós.
El célebre detective consultor se alejó restregándose vivamente las manos.
EPÍLOGO
–Y qué, ¿hubo suerte, Letrae?
El inspector se echó atrás en su asiento y clavó en mi amigo una mirada de asentimiento.
–Créame que llegamos a tiempo, Gómez. Felizmente, la mezcla de engrudo y yeso con que se encontraban recubiertos Farquarson y el niño todavía estaba húmeda. Después que el efecto del cloroformo desapareció por completo pudimos devolverlos a sus hogares.
Mi amigo lo escuchaba teniendo las claras y yemas juntas.
–Por vida mía, Gómez, que ni por asomo pensé en ello.
–Letrae, esté seguro que pensaría en ello si poseyera el mismo conocimiento que yo tengo sobre la historia criminal y se sabe al dedillo y en detalle un centenar de casos, pocas veces puede usted dejar de aclarar el ciento uno. Sin embargo, éste en particular no era nuevo en sí, pero al menos estaba dotado de esos detalles de interés que tanto me apasionan.
–Pero, dígame, ¿cómo lo descubrió?
–Muy simple: el perro.
–¡Eso es! –intervine–. “El perro que no ladró”: un clásico de la literatura policial.
–No me hable de los clásicos, doctor –me reconvino amablemente.
–Discúlpeme, Gómez, pero no entiendo –expresó Letrae.
–El perro estaba allí.
–Sigo sin entender.
–Pues verá: antes de que un amigo mío que es artista ambulante me diera su consentimiento para suplantarlo en una reunión llevada a cabo en el Forbante Ship´s Bar, pasé a ver a la madre del pequeño Ernesto. Me dijo que días antes de su desaparición el niño andaba triste porque se le había extraviado su mascota preferida: un perro.
–Ya veo –dijo Letrae –. Pero igual así, ¿cómo llegó hasta él?
–Amigo mío, si usted también supiera algo de arte se hubiera percatado de que algo no encajaba en la reproducción del Primer Educador, con un niño y un perro a cada lado.
–Por favor, Gómez, usted sabe que soy neófito en la materia, pero prosiga.
–El único secreto es que en el original de "Víctor de Pol", en el lugar que ocupa el perro, debiera figurar una niña.
El inspector miró atónito a mi amigo.
–¿Quiere decir que…?
–¿Una tercera desaparición? No sé, Letrae. Mejor pensemos que estaba ansioso por cobrar el dinero que ese detalle no le importó sobremanera.
–¡Gracias a Dios! –exclamó con fervor el oficial.
–Así es, Letrae –dijo Gómez, y a continuación movió su boca como si estuviera riéndose, pero la risa no sonaba para nada.
______________________________________
ACOTACIONES:
Agathaura es Buenos Aires en griego.
Algunos lugares y nombres han sido modificados para beneficio de la narración expuesta.
Raras veces mi amigo el señor Shock Gómez se apartaba del espejo donde contemplaba, con cierta complacencia, su alta y enjuta figura, como si se tratase del mismo arbiter elegantiarum en persona.
A mi ver, esto no era sino una manifestación más de ese aspecto presuntuoso de su personalidad.
-No, doctor, no es vanidad -dijo a modo de comentario y volviéndose hacia mí.
-¿Pero, Gómez, cómo lo dedujo usted? -no pude menos que balbucir.
Él se rió por lo bajo de mi perplejidad.
-¿Cuántas veces le tengo dicho que yo no deduzco nunca? Deducir es una costumbre desagradable que siempre termina produciéndome dolores de cabeza; antes bien, prefiero adivinar.
-¿De modo que usted lo adivinó?
-Desde luego.
-Pero, ¿cómo diablos…?
-¡Su reflejo, doctor, su reflejo! -y al ver que yo seguía con expresión idiota, continuó:
-Pues verá: usted estaba mirándome, con las comisuras de su boca visiblemente acentuadas. Esto me dio pie para mi adivinación de que interiormente usted se estaba divirtiendo a mi costa, quizás diciéndose algo como: ¡pero mírenlo al hermoso Brummell!
-¡Ejem!… ¡Caramba, Gómez!
-Así llegué a la conclusión de que terminaría achacándolo todo a mi tamaña vanidad.
Procedió entonces a sentarse en su sillón favorito y, después de juntar las yemas con las claras, dijo:
-Cuando se consideran todas las posibilidades y se elige la menos probable, ésta tiene que ser la verdad, aunque sea de chiripa.
Asentí varias veces con la cabeza.
-Como lo dice usted, parece elemental.
-Elemental no, mi querido amigo. Nadería nomás, nadería.
Me puse de pie y estaba ya por rendirle el más cálido de los aplausos cuando el ruido de unos jadeos en la escalera de mano nos auguró visitas.
Shock Gómez se levantó de su sillón y frotando sus largas y nerviosas manos, dijo:
-Creo que nuestra visitante llega a tiempo. Ve, doctor, por qué me miraba tanto al espejo. Es una dama y usted sabe perfectamente cómo me vuelven loquito las mujeres.
Ya tenía yo la boca abierta para decirle algo cuando golpearon a la puerta y, como ésta no dijo ni ay, fui a abrirla.
El rostro de mi amigo se puso pálido.
La dama en cuestión era una mujer anciana y llena de arrugas que entró renqueando a nuestras habitaciones.
-Deseo hablar con el señor Shock Gómez, por favor.
Nos miraba tan pronto al uno como al otro, dudando a cuál de los dos debía dirigirse.
-¿Para qué? -le dijo fríamente Gómez.
Resultaba demasiado obvio que su tan esperada Bella Durmiente no era otra que la abuela comestible de Caperucita Roja.
-Quisiera que me diese su ayuda con relación a un asunto de vital importancia.
-Señora, en estos momentos uno de los menos conocidos hommes de lettres de la República podría ser acusado de parodiar a un célebre personaje de Donan Coyle, y sólo yo estoy en condiciones de abortar el desastre que traería aparejado un escándalo semejante. En consecuencia, le aconsejo que busque usted a otro especialista. Recurra, por ejemplo, al señor Sansón Poroto. Tengo entendido que se halla de incógnito en esta ciudad.
-Sí, lo sé; fui a verlo al Hotel Palacete donde se hospeda y me dijo que sus células grises pronostican probables precipitaciones durante los próximos días, con poco cambio de la temperatura.
-Entonces vea al caballero Pudin.
-Imposible, señor Gómez. El caballero en cuestión se ha encerrado en su cuarto, encontrándose de lleno en la búsqueda de una carta devuelta. Ha movido cielorraso y parquet, pero hasta que no dé con ella dudo mucho que pueda atenderme.
-¡Válgame Dios! -exclamó mi amigo levantando sus manos hacia el techo, movimiento que aprovechó para ajustar un poco más la bombilla eléctrica de 100 W que nos alumbraba de noche.
-Está bien, señora, tome asiento mientras preparo mi pipa de ombú.
Dicho y hecho nos dispusimos a escuchar a la veterana.
CAPÍTULO II
Squire Farquarson había desaparecido.
Bautizado Julius M. Farquarson y conocido entre sus allegados como el “Viejo Farqua”, este hombre era, según nuestro querido Album de Figuritas Repetidas, una de las pocas eminencias que todavía sobrevivían al paso del tiempo.
Doctor en Leyes, miembro de la Real Sociedad de Ex Marinos, miembro de número de Los Antiguos y reconocido satisfactoriamente no sólo por sus familiares sino también por diversas instituciones filantrópicas, educativas y políticas, tanto dentro de la República como en el extranjero, era, a la sazón y contando con sus buenos sesenta y cinco años, el socio más joven de la Compañía Naviera Morgan & Farquarson, a cuadras del Río Yuelo.
Durante muchos años y como todas las noches lo venía haciendo, el “Viejo Farqua” cerró la puerta de ingreso a las oficinas de la Compañía y, después de haberle dado dos vueltas de llave, comenzó a emprender la caminata que todavía a su edad gustaba realizar y que no era sino otra cosa que el regreso al hogar, dulce hogar, donde seguramente hallaría levantada y esperándolo a la señora Farquarson, nacida Pérez.
Sin embargo, la señora del “Viejo Farqua” esa noche esperó en vano.
De más está decir que ante el retraso de su esposo, comenzó a preocuparse seriamente.
Primero conjeturó que los negocios aún lo retenían, pero en ese caso su marido jamás habría dejado de comunicárselo por teléfono.
Decidió llamar ella, pero no hubo contestación.
Un poco más afligida, optó por salir a la calle.
No la amilanaba tanto el hecho de caminar unas cuantas cuadras como el de ir sola; pero, para alegría suya, en la esquina todavía rondaba el joven agente Marlogüe.
En pocas palabras le contó lo que sucedía y el joven agente resolvió acompañarla en su camino a la Compañía.
Después de dejar atrás unas cuadras, el corazón de la señora comenzó a palpitar con cierta prisa.
Solamente quedaba por cruzar Senderito, el famoso paseo turístico de Agathaura, para llegar al edificio donde las oficinas estaban ubicadas.
La señora avanzó con la cabeza gacha.
No le agradaba pasar por ese lugar y menos de noche. Había locales donde vendían recuerdos, otros donde se ofrecían cuadros y también algunos talleres artísticos.
Cuando pasó por delante del taller de maese Cid le agradeció a la buena fortuna que se encontrara cerrado. De hecho, ningún local estaba abierto, pero una vez que tuvo oportunidad de ver las esculturas expuestas por maese Cid no pudo menos que sentirse azorada ante lo que le parecía un arte repugnante, pues las figuras eran de por sí harto grotescas, por no decir terroríficas.
Finalmente salieron de Senderito, para felicidad de la señora Farquarson, y se apersonaron ante el inmueble de la Compañía Naviera.
No había ninguna luz interior encendida que diera a entender que hubiera alguien y, al pulsar varias veces el timbre, nadie acudió a abrirles.
La señora Farquarson dirigió una mirada de socorro al joven Marlogüe y acto seguido se desplomó.
CAPÍTULO III
Éste fue el relato que nos hizo la veterana, a la sazón señora Farquarson, nacida Pérez.
Shock Gómez, como siempre, se había hecho un ovillo en su sillón, permaneciendo con los ojos cerrados y la pipa de ombú señalando el exterior, igual que el pico de algún desconocido pajarraco.
Cualquiera que no estuviera familiarizado con este hábito suyo pensaría seguramente que mi amigo estaba dormido.
Yo sabía que sí lo estaba.
–¡Ejem!…¡Gómez! –dije lo más disimuladamente que pude.
Shock Gómez no pudo evitar dar un respingo. Cuando finalmente pudo entender, me dijo:
–Doctor, la próxima vez que me aplique un somnífero en disolución inyectable, por favor, que sea en un porcentaje menor, porque acabo durmiéndome a cada rato.
Luego, dirigiéndose a la señora Farquarson, comentó:
–Es indudable que su esposo ha desaparecido. Ahora, dígame: ¿qué quiere de mí exactamente?
–¡Que lo encuentre, pues!
–Pero…¡la Policía!
–La Policía hace todo lo posible, señor Gómez, pero el mismo inspector Letrae me asegura que vería con buenos ojos algo de ayuda extra.
–Ya ve, doctor, cómo el bueno de Letrae aconseja a la montaña que vaya a Mahoma.
–No mencioné ninguna montaña, señor Gómez –hizo notar la señora del “Viejo Farqua”.
–No le dé importancia –le dijo mi amigo, riéndose–. Sin embargo, me imagino que han hecho las averiguaciones pertinentes y, si Letrae le dijo eso, es seguro que no han dado todavía con nada positivo. ¡Ejem!…Bien, bien.
Se frotó alegremente las manos.
Acto seguido se levantó de su sillón y empezó a caminar por la estancia, con la cabeza apoyada sobre el pecho y las manos entrecruzadas por detrás.
Finalmente dijo:
–Bueno, mi querida señora Farquarson, veré lo que hago.
–Oh, gracias, señor Gómez.
La anciana señora se incorporó y antes que se abalanzara sobre mi amigo, éste le abrió la puerta, como dando a entender que la visita había concluido.
Y la visitante, entonces, siguió de largo y salió:
Apenas la puerta se cerró tras ella, Gómez exclamó:
–¡Pronto, doctor, mi bombo!
Cuando le hube pasado su instrumento de reflexión, decidí dejarlo solo y bajé a la calle.
Una vez más los vecinos se quejarían, pero yo era el único que sabía cuán efectivos eran los tapones de algodón para el oído.
CAPÍTULO IV
Cuando regresé, no sólo encontré a Shock Gómez aún tocando el bombo, sino que también vi al bueno del inspector Letrae acompañándolo.
Por cierto, tocaba muy bien la quena.
Al verme, Gómez dejó de golpear el parche y con el codo advirtió al oficial de mi presencia.
–¡Oh…ah! Buenas, doctor –saludóme Letrae.
–Buenas, inspector –respondí–. ¿De visita o asunto oficial?
–Lamentablemente, ambas cosas –reconoció.
–Pero antes, guardaremos los instrumentos, mi querido Letrae –dijo Gómez.
A continuación llevó la quena y el bombo a la habitación donde guardaba sus disfraces, la utilería y otras hierbas, elementos todos con que contaba para desarrollar un arte que, según sus propias palabras, llegaría a convertirse con el tiempo en una ciencia misma.
Conociéndolo como lo conocía y sabiendo que mi amigo era un verdadero genio, jamás me atreví a preguntarle de qué hablaba exactamente, pues, o bien se refería a nuestro folclore nacional, al Carnaval o bien al curanderismo con sus tés de yuyitos.
Una vez vuelto, Shock Gómez se acomodó nuevamente en su sillón predilecto, frente a nosotros.
–Bien, Letrae, ¿qué le trae por aquí? –preguntó.
–Verá, Gómez, necesito su ayuda.
–Bueno, bueno…
–¡Se me ha perdido un niño!
–Malo, malo…
–¿Cómo dice usted?
–Digo que eso habla mal de usted como padre. Debiera tener más cuidado y fijarse dónde deja sus niños. A propósito, ¿cuántos ya lleva en su haber?
–Oh, son diez mis lauchitas, como los llamo… pero, Gómez, no me refería a ellos, sino a otro.
–¿Otro? ¿Y la señora Letrae está al tanto de ello?
–¡Basta ya, Gómez! Esto es intolerable.
El inspector se levantó y señalando el exterior, dijo:
–Afuera hay alguien que está haciendo desaparecer gente, vengo a solicitarle humildemente su ayuda y usted lo más campante no hace otra cosa que burlarse de mí.
–Sí, Letrae, tiene razón. Hablemos claro y tomemos al toro por las astas.
–Exacto –dije–. Basta ya de toros y cañas.
–Astas, doctor, dije astas –observó Gómez.
–Señores –terció Letrae–. Sea como fuere, pero mis superiores me han echado el toro en este asunto diciéndome que no puede ser, que cómo va a haber desaparecidos así como así y que ya es hora de que deje de pasarme los días viendo los toros desde la barrera.
–No se preocupe, Kimo Sabi, yo lo ayudaré.
–Oh, Gómez, muchas gracias.
El inspector volvió a tomar asiento, ya más relajado.
–Primero fue anoche con la desaparición de Farquarson y ahora un niño de siete años llamado Ernesto. No sé, Gómez, qué pensar. Rastrillamos toda la zona del Río Yuelo y hasta miramos en él, pero nada, cualquier moneda que se arroje a su lecho sería visible; no por nada es el río más limpio de la República.
–Por cierto, un cadáver o varios no dejarían de llamar la atención, Letrae, pero siga, por favor.
–No le encuentro ni pies ni cabeza, Gómez. Se trata del caso más enmarañado que me ha tocado manejar. Primero, no doy con un móvil. Por más que yo indago, no veo por ninguna parte razón alguna para que nadie pudiera querer mal a squire Farquarson. Segundo, conseguimos una orden de allanamiento para los edificios linderos. Revisamos cada mueble y paredes de cada inmueble; tanteamos los pisos y escudriñamos cada rincón en busca de pasadizos o paneles secretos, pero así y todo, nada. Llegamos incluso a preguntar a los capitanes cuyos barcos están ahora anclados, pero juran y perjuran que nadie subió a bordo o que fuera lo bastante sospechoso para pensar en polizones. Realmente, Gómez, hemos hecho un trabajo por demás meticuloso. No hubo local en Senderito que pasáramos por alto ni bar cuyo mostrador no diésemos vuelta. Sin embargo, el resultado obtenido no es el esperado y, para colmo, si sigue desapareciendo gente tendré que desaparecer también, si entienden a lo que me refiero.
–No se abata usted tan pronto, Letrae. Esté seguro que ha obrado bien y nadie puede echarle en cara que no ha hecho todo lo posible, oficialmente hablando, claro está; no obstante y según mi costumbre, he de rever pormenorizadamente cada cosa y, si el tiempo lo permite, me daré una vuelta por Senderito y el Río Yuelo.
–Perfectamente, Gómez –dijo el inspector a la vez que se incorporaba.
Tendió luego su mano a mi amigo y después de haber sido saludado, fue hacia la puerta, la abrió y salió.
En verdad que me daba pena el hombre.
–A mí también, doctor –dijo Gómez.
CAPÍTULO V
Sentados a una mesa del Forbante Ship´s Bar se encontraban el pintor Brochín, maese Cid, Iván Ivienen, el fotógrafo y el mimo Nisí Ninó.
Salvo el último, los tres primeros eran personajes propios del lugar, intrínsecos al paseo Senderito.
Brochín era el pintor de los paisajes que representaban al Río Yuelo a distintas horas del día, ya soleado o bajo lluvia o bien en las variantes que ofrecían las cuatro estaciones del año. También era un prestigioso retratista, pero era sabido que su verdadera pasión lo constituía el Río Yuelo, con sus aguas tan límpidas y los barcos anclados en él.
Maese Cid era el escultor. Su taller se hallaba en Senderito mismo y era común ver sus estatuas expuestas a un costado de la puerta de ingreso. Su arte, que él mismo consideraba universal, adolecía de un aire poco atractivo, si se quiere. La estética, elemento primordial y regente en cualquier disciplina artística, brillaba plenamente por su ausencia, aunque bien pudiera ser que la fealdad de la que estaban provistas sus figuras fuese algo adrede, calculado, porque era cierto que maese Cid, cuando se lo proponía, resultaba ser todo un verdadero genio. Sin embargo, las obras que demostraban su genialidad permanecían en el sótano de su taller, como si fuesen bastardas o sintiera pudor, cosa posible otrosí.
Iván Ivienen era el fotógrafo de los turistas. Cualquiera que quisiera fotografiarse junto a un barco, a una estatua o quisiera llevarse un recuerdo de las aguas limpias del Río Yuelo podía contar con sus servicios.
No importaba que algunos vinieran munidos de su propia máquina fotográfica, él siempre encontraba la manera de cumplir con su objetivo, sin importarle la exigua paga que obtenía en ello.
Nisí Ninó pertenecía a un grupo de artistas ambulantes. Cada vez que actuaba en Agathaura se hacía un pequeño escape hasta el bar donde se encontraba con sus amigos para compartir con ellos un grato momento.
Podía descubrírselo fácilmente, pues se presentaba con la cara maquillada y hacía los gestos típicos de los mimos. Sus amigos no recordaban haber oído alguna vez su voz, pero daba gracia verlo gesticular cuando solicitaba alguna cosa al dueño del establecimiento.
Ahora los amigos se hallaban comentando los últimos hechos acaecidos, amén de los frutos que obtenía cada uno en su razón de vida.
Los desaparecidos los tenía desorientados. Alguna que otra vez alguno trató al “Viejo Farqua”, directa o indirectamente.
En cuanto al niño llamado Ernesto no podían recordar sus rasgos con exactitud, pues eran muchos los chiquillos que pululaban en las cercanías y especialmente por Senderito.
–La Policía está desorientada –decía en ese momento Brochín–; sin embargo, tarde o temprano resolverán estas misteriosas desapariciones.
–Ojalá –expresó Iván Ivienen–. Realmente espero que no tengamos por aquí a uno de esos maníacos seriales que tanto abundan en los thrillers extranjeros.
–Por favor, amigo mío –intervino maese Cid–, no sea alarmista, quiere.
–¿Que no sea alarmista, dice? Bueno, pero si el día de mañana a alguno de nosotros, pongo por caso y Dios no lo permita, no se le ve más el pelo, entonces veremos dónde para eso de alarmista.
Brochín acotó:
–A mí no se me vería más el pelo únicamente si del cielo me cayera una bolsa conteniendo el suficiente dinero como para viajar y conocer las obras universales que nos legaron los grandes maestros.
–Estoy de acuerdo –dijo maese Cid.
–Por favor, caballeros –terció Ivienen–. El dinero no lo es todo. A veces pienso que más que una solución, en la mayoría de los casos representa una carga.
–Por lo menos sería una carga más que agradable –expresó Brochín y todos rieron, incluso el mimo Nisí Ninó, aunque su boca abierta a pleno y el palmoteo de sus manos no emitieran sonido alguno.
CAPÍTULO VI
Maese Cid estudió detenidamente a su visitante y luego dijo:
–Vamos, hombre, debiera usted dejarme hacer una estatua suya o siquiera un busto. Imagínese, ¡nada menos que el célebre Shock Gómez, detective consultor!
El aludido gorgoriteó por lo bajo.
–Por favor, maese –dijo–. Un escultor como usted está para otras cosas, no para perpetuar la figura de un simple personaje como yo. Vea, por ejemplo, esas estatuas que estoy viendo allí. Me agradan sobremanera y, aunque no sea exactamente un especialista en arte, reconozco en ellas un toque bien definido, maestro diría yo.
Los ojos del escultor brillaron intensamente ante el elogio de su interlocutor.
–¿Verdad que reconoce el genio?
–En efecto.
–¿Le agradaría ver otras obras mías, entonces?
Shock Gómez le dijo que nada le gustaría más.
Maese Cid lo condujo a una habitación contigua. Era bastante amplia y había figuras de todo tamaño y forma.
Mientras el artista le hacía breves comentarios al pasar por delante de algunas obras, Gómez se detuvo un momento.
–Vaya, maese, veo que es un auténtico virtuoso de la reproducción.
–Así es, pero sólo condesciendo a ello cuando es a petición de algún interesado.
–¿Ah, sí?
–Ajá. Vea, por ejemplo, este duplicado “Víctor de Pol”.
Shock Gómez observó la escultura que representaba a un ex mandatario y que había sido inmortalizado como el Primer Educador. Se hallaba sentado, con un niño a un lado y un perro del otro. El niño venía a ser un alumno y el perro encarnaba la ferviente defensa que de los animales hizo en vida, amén de haber creado el Jardín Zoológico local.
–¡Magnífico! –exclamó Gómez.
–Todavía falta retocarla y hacerle el pulido final. Es un pedido muy especial que me hicieron y espero obtener bastante dinero como para poder exponer en un centro de artes importante, como el de Floresburgo, por ejemplo.
–Ojalá tenga suerte –dijo amablemente Shock Gómez, antes de echarle un vistazo a su reloj de pulsera.
–Disculpe, maese Cid, pero lamentablemente debo irme.
–No se preocupe. Sólo le ruego encarecidamente que reconsidere lo que le dije sobre su estatua.
–Lo pensaré, maese, lo pensaré. Adiós.
–Adiós.
El célebre detective consultor se alejó restregándose vivamente las manos.
EPÍLOGO
–Y qué, ¿hubo suerte, Letrae?
El inspector se echó atrás en su asiento y clavó en mi amigo una mirada de asentimiento.
–Créame que llegamos a tiempo, Gómez. Felizmente, la mezcla de engrudo y yeso con que se encontraban recubiertos Farquarson y el niño todavía estaba húmeda. Después que el efecto del cloroformo desapareció por completo pudimos devolverlos a sus hogares.
Mi amigo lo escuchaba teniendo las claras y yemas juntas.
–Por vida mía, Gómez, que ni por asomo pensé en ello.
–Letrae, esté seguro que pensaría en ello si poseyera el mismo conocimiento que yo tengo sobre la historia criminal y se sabe al dedillo y en detalle un centenar de casos, pocas veces puede usted dejar de aclarar el ciento uno. Sin embargo, éste en particular no era nuevo en sí, pero al menos estaba dotado de esos detalles de interés que tanto me apasionan.
–Pero, dígame, ¿cómo lo descubrió?
–Muy simple: el perro.
–¡Eso es! –intervine–. “El perro que no ladró”: un clásico de la literatura policial.
–No me hable de los clásicos, doctor –me reconvino amablemente.
–Discúlpeme, Gómez, pero no entiendo –expresó Letrae.
–El perro estaba allí.
–Sigo sin entender.
–Pues verá: antes de que un amigo mío que es artista ambulante me diera su consentimiento para suplantarlo en una reunión llevada a cabo en el Forbante Ship´s Bar, pasé a ver a la madre del pequeño Ernesto. Me dijo que días antes de su desaparición el niño andaba triste porque se le había extraviado su mascota preferida: un perro.
–Ya veo –dijo Letrae –. Pero igual así, ¿cómo llegó hasta él?
–Amigo mío, si usted también supiera algo de arte se hubiera percatado de que algo no encajaba en la reproducción del Primer Educador, con un niño y un perro a cada lado.
–Por favor, Gómez, usted sabe que soy neófito en la materia, pero prosiga.
–El único secreto es que en el original de "Víctor de Pol", en el lugar que ocupa el perro, debiera figurar una niña.
El inspector miró atónito a mi amigo.
–¿Quiere decir que…?
–¿Una tercera desaparición? No sé, Letrae. Mejor pensemos que estaba ansioso por cobrar el dinero que ese detalle no le importó sobremanera.
–¡Gracias a Dios! –exclamó con fervor el oficial.
–Así es, Letrae –dijo Gómez, y a continuación movió su boca como si estuviera riéndose, pero la risa no sonaba para nada.
______________________________________
ACOTACIONES:
Agathaura es Buenos Aires en griego.
Algunos lugares y nombres han sido modificados para beneficio de la narración expuesta.
De chiripa: de
suerte, casualidad
Quena: instrumento de viento de bisel, usado de modo tradicional por los habitantes
de los Andes centrales. La quena es
tradicionalmente de caña o madera y tiene un total de siete agujeros, seis al
frente y uno atrás, para el pulgar. En la actualidad es (junto al sicu y el charango) uno de los
instrumentos típicos de los conjuntos folclóricos de música andina,
encontrándose su uso también en la música de fusión, etno, música nueva era, etc.
(Wikipedia)
Kimo Sabi:
voz usada por Toro y que siempre aplica a su amigo el Llanero Solitario
(probable significado: fiel amigo)
Primer
Educador: referencia a Domingo F. Sarmiento, quien creó el Parque donde hoy
funciona el Jardín Zoológico de la ciudad de Buenos Aires.
Víctor de
Pol: escultor argentino
de origen italiano a quien pertenece una estatua de Sarmiento acompañado por unos niños.