No
salió de una madre ni supo de mayores.
Idéntico
es el caso de Adán y de Quijano.
Está
hecho de azar. Inmediato o cercano
lo
rigen los vaivenes de variables lectores.
No
es un error pensar que nace en el momento
en
que lo ve aquel otro que narrará su historia
y
que muere en cada eclipse de la memoria
de
quienes lo soñamos. Es más hueco que el viento.
Es
casto. Nada sabe del amor. No ha querido.
Ese
hombre tan viril ha renunciado al arte
de
amar. En Baker Street vive solo y aparte.
Le
es ajeno también otro arte, el olvido.
Lo
soñó un irlandés, que no lo quiso nunca
y
que trató, nos dicen, de matarlo. Fue en vano.
El
hombre solitario prosigue, lupa en mano,
su
rara suerte discontinua de cosa trunca.
No
tiene relaciones, pero no lo abandona
la
devoción del otro, que fue su evangelista
y
que de sus milagros ha dejado la lista.
Vive
de un modo cómodo: en tercera persona.
Atiza
en el hogar las encendidas ramas
o
da muerte en los páramos a un perro del infierno.
Ese
alto caballero no sabe que es eterno.
Resuelve
naderías y repite epigramas.
Nos
llega de un Londres de gas y de neblina.
Un
Londres que se sabe capital de un imperio
que
le interesa poco, de un Londres de misterio
tranquilo,
que no quiere sentir que ya declina.
No
nos maravillemos. Después de la agonía,
el
hado o el azar (que son la misma cosa)
depara
a cada cual esa suerte curiosa
de
ser ecos o formas que mueren cada día.
Que
mueren hasta un día final en que el olvido,
que
es la meta común, nos olvide del todo.
Antes
que nos alcance, juguemos con el lodo
de
ser durante un tiempo, de ser y de haber sido.
Pensar
de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una
de
las buenas costumbres que nos quedan. La muerte
y
la siesta son otras. También es nuestra suerte
convalecer
en un jardín o mirar la Luna.
J.
L. BORGES (Los Conjurados)
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